Cuando salió el primer Crash Bandicoot, allá por 1996, yo era tan solo una enana de seis años a la que el mando de la PSX le pesaba demasiado, aunque eso no me impedía disfrutar cada vez que lo cogía. Y es que se podría decir que aprendí a jugar gracias a ese pequeño marsupial naranja llamado Crash Bandicoot.
Recuerdo la primera vez que puse el disco en la consola. Sonaba esa musiquita que enamoraba a cualquiera. Después. aparecía el logo de Naughty Dog (¡sí!, el de la caseta del perro con gafas de sol), después sonaba un ladrido de perro y... ¡oh madre mía! ahí llegaba Crash Bandicoot corriendo hacia nosotros y acercándose a un menú sin opciones de juego, simplemente jugar, cargar y poco más. Una maravilla. Hasta una niña de seis años podía entender eso, ¿no? Sin duda lo entendí. Pulsé "jugar" y apareció un vídeo muy corto en el que vi que un malvado científico cabezón le estaba haciendo daño a mi gran amigo (ya desde el menú de inicio así lo sentía), pero él, como era más listo que nadie, lograba escapar de allí pero... ¡Oh, no! ahora era la amiga de Crash Bandicoot la que estaba en problemas, ¡les tenía que ayudar como fuera!
Bueno, realmente quería hacerlo, pero los primeros intentos fueron bastante duros. Descubrí muy rápido que con "X" se saltaba (como en casi todos los plataformas de entonces) y con "O" o cuadrado me volvía loco y era un torbellino imparable (¡mola!). Según avanzaba, paso a paso, descubría cosas nuevas. Las cajas se rompían y dentro de ellas había una especie de manzanas (fijo que había que cogerlas todas), otras tenían vidas para Crash Bandicoot, otras unas máscaras con plumas de colores que hacían un ruido raro al cogerlas pero que me protegían... Y había cajas especiales que me hacían saltar muy alto, otras con líneas que cuando saltaba sobre ellas salían manzanas sin parar, otras que explotaban (era terrible cuando por ser un torbellino loco me llevaba las "TNT" por delante) y otras con una "c" que hacían que si me mataban empezara desde ahí la próxima vez.
Poco a poco, esa maravillosa y simple jugabilidad iba calando en mi mente y mis manos de pequeña jugadora. Cada vez lo hacía mejor, avanzaba más rápido y mi amigo Crash Bandicoot era capaz de acabar los niveles sin muchos problemas. Había algunos realmente difíciles (como en los que me perseguía una piedra gigante en los que me ponía muy nerviosa) y otros en los que ciertos saltos me costaron más de una vida (y de dos, y de tres...) pero en todas y cada una de esas pantallas disfrutaba cada paso que daba. Cuando había avanzado algunos niveles en cada mapa, me tocaba pelear contra un jefe de esa isla (llegué a odiar mucho a Ripper Roo) y, si le superaba, continuaba mi aventura. Era todo realmente divertido.
Ahora ya soy bastante más mayor pero no tengo dudas de que si volviera a jugar a Crash Bandicoot sentiría exactamente lo mismo que sentí en 1996. Además, recordar todo esto me hace pensar que muchas veces, y más ahora con las nuevas generaciones de videojuegos, queremos que todo sea muy espectacular, que todo sea técnicamente perfecto y gráficamente mejor, y muchas veces nos olvidamos de que la jugabilidad debería estar por encima de todo eso, por lo menos para mi. Echo de menos a Crash Bandicoot, aunque si le tengo que dejar en mi recuerdo para siempre..., pues ahí estará. Aún echo más de menos videojuegos de plataformas como este, que maravillaban desde el primer salto que hacías o la primera caja que rompías.
Texto: BlueBlood
Fotografías y vídeos propiedad de sus respectivos autores.
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